Escrito por Jairo Rivera Morales
Alguna vez, el escéptico publicista norteamericano Henry Louis Mencken, escribió: “La Democracia es el arte de manejar el circo desde la jaula de los simios”. Tenía razón. Así ha sido, hasta ahora, el (in)suceso democrático en el seno de la “Civilización Occidental”. Ha habido demócratas pero no Democracia.
Sociedades antiguas –como la romana anterior al Imperio, es decir la del tiempo de la república–, en las que se pretendió poner en práctica procedimientos democráticos, eran esclavistas; no cabría, por tanto, referirse a ellas como Democracias. No podemos aceptar que se denomine ‘Democracia’ a una sociedad de Castas o a un ordenamiento estamental que en la práctica consagra para ciertos estratos el monopolio del gobierno mientras reduce a otros, por la fuerza, a padecer gobiernos erigidos sobre el privilegio. Pero los romanos que podían participar en los debates del Foro tenían más acceso a las decisiones políticas del Estado que los ciudadanos de hoy, arropados por inocuas o inicuas prácticas de la “Democracia Capitalista”. En el Foro se tomaban las grandes decisiones como ir a la guerra o retirarse de ella; y los acuerdos de aquel colectivo tenían mayor incidencia que los dictados del Senado.
El argumento planteado por el autor de ‘El contrato social’, frente al carácter democrático de leyes promulgadas en espacios de “representación”, desplazó el quehacer político de los albores de la modernidad hacia al vetusto debate entre Democracia Directa y Democracia Representativa. La conclusión de Rousseau fue contundente e inequívoca: “La soberanía popular es indelegable”.
Aquí y ahora, este incipiente plumígrafo manifiesta su total acuerdo con el genial ginebrino. Desconozco las bondades del régimen parlamentario. Fui Concejal, Diputado, Representante a la Cámara y Senador de la República y tengo bien claro para qué sirven y para qué no sirven los llamados “cuerpos colegiados de la nación”. Sirven para denunciar inconveniencias, desarreglos e insucesos; para ejercer –de manera demasiado limitada– algunas formas de control político; para conocer los meandros del llamado “gasto público”; para que los voceros del pueblo puedan mejorar su estatus; para que los retóricos cobren su premio de palabrería. No sirven para transformar a fondo instituciones obsoletas, ni para controlar la corrupción, ni para legislar en concordancia con los intereses de la nación, ni para plasmar normas generales que consoliden el pacto social, ni para hacer prevalecer el interés general sobre el particular. En síntesis, dichos cuerpos colegiados sirven como fachada democrática a gobiernos que no son “del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”; y no sirven para consagrar la voz del pueblo como díctum, aunque aquella voz –de vez en cuando sea oída en los estrados parlamentarios.
Lo que he querido significar en estos breves párrafos proviene del estupor que me depara lo acontecido hace pocos días en Cajamarca. Allí, en tan pujante y feraz tierra denominada “la despensa del Tolima”, la voluntad del pueblo, manifestada la víspera en multitudinaria marcha, fue birlada de manera flagrante y en materia grave por los “delegatarios de la voluntad general”, los concejales municipales. Ya lo hemos leído, releído analizado y relatado. Pero no sobra repetirlo:
“Poderoso señor es Don Dinero”, escribió Don Francisco de Quevedo... Los concejales de Cajamarca –¡todos menos uno! –, después de un viaje apresurado a la capital del departamento para “ultimar detalles relacionados con el cumplimiento de sus funciones”, regresaron a su patria chica a votar el proyecto de Acuerdo de convocatoria de la Consulta Popular en la cual los cajamarcunos deberían votar –afirmativa o negativamente– la siguiente pregunta:
“¿Está usted de acuerdo con que en Cajamarca se ejecuten actividades que impliquen contaminación del suelo, aire, pérdida o contaminación de fuentes hídricas, afectación de la salud de la población o afectación de la vocación agropecuaria y turística del municipio con motivo de proyectos mineros?”.
Y, los muy bribones, protagonizaron la más espectacular huida democrática: Huyeron de si mismos y de los suyos, atentando contra el ambiente, envileciendo su mandato y traicionando a la comunidad. En medio de los apremios de la mayor “fuga hacia la nada vestida de prebenda” de que se tenga noticia en el Tolima, no alcanzaron a organizar el equipaje ni a “proteger” bártulos y enseres: ¡Por las ranuras de sus bolsillos se asomaban las puntas de los cheques de la AngloGold Ashantti!
Las declaraciones del gobernador Luis Carlos Delgado Peñón lamentando este acontecer tan sórdido me han parecido no solo procedentes sino consecuentes. Constituyen una invocación a la Democracia Participativa, a la Democracia Directa, por cuya realización luchó y murió Jorge Eliécer Gaitán.
Al Concejal Gerardo Arciniegas, quien al momento de votar el proyecto no pensó “¿cómo voy yo?”, sino “¿cómo va Cajamarca, ¿cómo va el Tolima, cómo va la Patria?”, quiero decirle, desde la distancia: Viajaré pronto a Cajamarca para redactar, sobre el terreno, una Crónica sobre la gestación y los pormenores de tan vergonzoso estropicio; y para estrechar su mano, sabiendo que en el momento en que lo haga le estaré ofreciendo la mía a un cajamarcuno lleno de entereza, de consecuencia y de coraje; a un tolimense que honra el ejemplo patricio de quienes nos instan desde la historia a no negociar la consciencia ni el paisaje; a un colombiano íntegro que “ni se compra ni se vende”.
Cuando lo haga, repetiré ante él y los suyos esta frase, precisamente pronunciada por Gaitán: “¡Más vale una bandera altiva y solitaria sobre una cumbre limpia que cien banderas tendidas sobre el lodo!”.
Audiencia pública en el municipio de Cajamarca: las gentes exigieron consulta popular. Foto: AEP. |
Alguna vez, el escéptico publicista norteamericano Henry Louis Mencken, escribió: “La Democracia es el arte de manejar el circo desde la jaula de los simios”. Tenía razón. Así ha sido, hasta ahora, el (in)suceso democrático en el seno de la “Civilización Occidental”. Ha habido demócratas pero no Democracia.
Sociedades antiguas –como la romana anterior al Imperio, es decir la del tiempo de la república–, en las que se pretendió poner en práctica procedimientos democráticos, eran esclavistas; no cabría, por tanto, referirse a ellas como Democracias. No podemos aceptar que se denomine ‘Democracia’ a una sociedad de Castas o a un ordenamiento estamental que en la práctica consagra para ciertos estratos el monopolio del gobierno mientras reduce a otros, por la fuerza, a padecer gobiernos erigidos sobre el privilegio. Pero los romanos que podían participar en los debates del Foro tenían más acceso a las decisiones políticas del Estado que los ciudadanos de hoy, arropados por inocuas o inicuas prácticas de la “Democracia Capitalista”. En el Foro se tomaban las grandes decisiones como ir a la guerra o retirarse de ella; y los acuerdos de aquel colectivo tenían mayor incidencia que los dictados del Senado.
El argumento planteado por el autor de ‘El contrato social’, frente al carácter democrático de leyes promulgadas en espacios de “representación”, desplazó el quehacer político de los albores de la modernidad hacia al vetusto debate entre Democracia Directa y Democracia Representativa. La conclusión de Rousseau fue contundente e inequívoca: “La soberanía popular es indelegable”.
Aquí y ahora, este incipiente plumígrafo manifiesta su total acuerdo con el genial ginebrino. Desconozco las bondades del régimen parlamentario. Fui Concejal, Diputado, Representante a la Cámara y Senador de la República y tengo bien claro para qué sirven y para qué no sirven los llamados “cuerpos colegiados de la nación”. Sirven para denunciar inconveniencias, desarreglos e insucesos; para ejercer –de manera demasiado limitada– algunas formas de control político; para conocer los meandros del llamado “gasto público”; para que los voceros del pueblo puedan mejorar su estatus; para que los retóricos cobren su premio de palabrería. No sirven para transformar a fondo instituciones obsoletas, ni para controlar la corrupción, ni para legislar en concordancia con los intereses de la nación, ni para plasmar normas generales que consoliden el pacto social, ni para hacer prevalecer el interés general sobre el particular. En síntesis, dichos cuerpos colegiados sirven como fachada democrática a gobiernos que no son “del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”; y no sirven para consagrar la voz del pueblo como díctum, aunque aquella voz –de vez en cuando sea oída en los estrados parlamentarios.
Lo que he querido significar en estos breves párrafos proviene del estupor que me depara lo acontecido hace pocos días en Cajamarca. Allí, en tan pujante y feraz tierra denominada “la despensa del Tolima”, la voluntad del pueblo, manifestada la víspera en multitudinaria marcha, fue birlada de manera flagrante y en materia grave por los “delegatarios de la voluntad general”, los concejales municipales. Ya lo hemos leído, releído analizado y relatado. Pero no sobra repetirlo:
“Poderoso señor es Don Dinero”, escribió Don Francisco de Quevedo... Los concejales de Cajamarca –¡todos menos uno! –, después de un viaje apresurado a la capital del departamento para “ultimar detalles relacionados con el cumplimiento de sus funciones”, regresaron a su patria chica a votar el proyecto de Acuerdo de convocatoria de la Consulta Popular en la cual los cajamarcunos deberían votar –afirmativa o negativamente– la siguiente pregunta:
“¿Está usted de acuerdo con que en Cajamarca se ejecuten actividades que impliquen contaminación del suelo, aire, pérdida o contaminación de fuentes hídricas, afectación de la salud de la población o afectación de la vocación agropecuaria y turística del municipio con motivo de proyectos mineros?”.
Y, los muy bribones, protagonizaron la más espectacular huida democrática: Huyeron de si mismos y de los suyos, atentando contra el ambiente, envileciendo su mandato y traicionando a la comunidad. En medio de los apremios de la mayor “fuga hacia la nada vestida de prebenda” de que se tenga noticia en el Tolima, no alcanzaron a organizar el equipaje ni a “proteger” bártulos y enseres: ¡Por las ranuras de sus bolsillos se asomaban las puntas de los cheques de la AngloGold Ashantti!
Las declaraciones del gobernador Luis Carlos Delgado Peñón lamentando este acontecer tan sórdido me han parecido no solo procedentes sino consecuentes. Constituyen una invocación a la Democracia Participativa, a la Democracia Directa, por cuya realización luchó y murió Jorge Eliécer Gaitán.
Al Concejal Gerardo Arciniegas, quien al momento de votar el proyecto no pensó “¿cómo voy yo?”, sino “¿cómo va Cajamarca, ¿cómo va el Tolima, cómo va la Patria?”, quiero decirle, desde la distancia: Viajaré pronto a Cajamarca para redactar, sobre el terreno, una Crónica sobre la gestación y los pormenores de tan vergonzoso estropicio; y para estrechar su mano, sabiendo que en el momento en que lo haga le estaré ofreciendo la mía a un cajamarcuno lleno de entereza, de consecuencia y de coraje; a un tolimense que honra el ejemplo patricio de quienes nos instan desde la historia a no negociar la consciencia ni el paisaje; a un colombiano íntegro que “ni se compra ni se vende”.
Cuando lo haga, repetiré ante él y los suyos esta frase, precisamente pronunciada por Gaitán: “¡Más vale una bandera altiva y solitaria sobre una cumbre limpia que cien banderas tendidas sobre el lodo!”.